«Es curioso que un primer amor, al abrirnos, por la fragilidad que deja en nuestro corazón, el camino para los amores siguientes, no nos dé al menos, siendo idénticos los síntomas y los sufrimientos, el medio de curarlos».
-Marcel Proust, En Busca del Tiempo Perdido V: La Prisionera
El idioma hace estragos al tratarse del amor. Son tantas las frases que hemos creado; muchos los cuentos que lo rodean. El amor mismo no puede describirse sin caer en exageraciones literarias. Pensamos en Romeo sufriendo por su Julieta; un Don Quijote buscando aventuras para Dulcinea. Por más que lo intentemos, nos vienen figuras ya hechas; frases concretas. Un «te amo más que a la vida» o el popular «no es que muero de amor, muero de ti». Como si solo en sabiduría ajena pudiéramos definir el amar. La buscamos incesantemente; al encontrarla, la guardamos de inmediato. Solo en ojos distintos explicamos nuestro pesar. Andamos escavando en terrenos del amor, pero otros nos lo han de explicar.
Esta dependencia nos hace propicios al vicio de la belleza. Escuchar frases que sean poéticas sin cuestionar su validez. Lo admito, suelo ser el primero en caer dentro de sus trampas. Me paso la vida cazando poemas y admirando sus versos. Como si fuera más fácil de tolerar la vida cuando otros la han descrito. ¡Qué error el mío! ¡Qué error el nuestro! Dulce medicina para la existencia. Neruda cura mi alma desgarrada; Benedetti da esperanzas a mi corazón destrozado. Me veo reflejado en sus estrofas; descubro la simpatía en otras bocas.
Un día, sin embargo, opté por vivir. Por sentir en lugar de leer; abandonar los libros por unos meses para ser el personaje de una novela a escribir. Lo disfruto; ¡cómo lo disfruto! Mas al regresar a la pluma y el papel, hay tantas luchas que debo emprender. Me he percatado de tantos errores en nuestro idioma; tantas frases que poco dicen y nada otorgan. Hoy quiero pelear contra una. Tratar de darnos una forma mejor. Quiero regresar a los desdichados reinos del desamor para hacer justicia en nuestro idioma. Quizá sea corto el proceso, pero algo de valor otorga.
La frase en cuestión es sencilla. Suele decirse entre lágrimas; suspirarse en la despedida. Cuando todo está perdido y la negación domina, un amante desolado dice con la escasa fuerza restante: «No volveré a amar como te he amado a ti». Sutil y potente; una promesa a futuro. Decir que el amor vivido es tan fuerte que nada en este mundo podrá replicarlo. Por meses, llegan recuerdos de esos días cálidos. El cariño se repite en la mente al faltar en lo cotidiano. Sufrimos; lloramos. Recordamos eternamente eso que fue y lamentamos que nos haya dejado.
Quizá es por pesar que decimos esas frases. Teniendo en cuenta las consecuencias del amor verdadero, haremos lo posible por evitarlo. Será grande la recompensa, pero el riesgo de derrota es tan alto. Lo decimos al carecer de esperanza; tal vez con despecho. Lamentamos una vida que existe solo en las ideas; sabemos que en la realidad estamos llorando. Entre lágrimas y sollozos, prometemos jamás amar como lo hemos hecho. No importa el otro, solo nuestro bien. El dolor pudo tanto que preferimos amar con medida.
Como si eso se pudiera; como si el amor se pudiera controlar. Ha de dolernos la despedida, mas hemos de volver a amar. Por ello existe una lectura alterna; la de promesa a la amante perdida. Decir que, aunque vengan otros en el futuro, ella siempre será la más querida. No se ama de una misma manera; son millares de específicos. El cariño no puede replicarse y este susurro no hace más que admitirlo. Ese cariño queda prometido a la memoria; en ella vive sin competencia. Como un caballo negro, único en su tipo, es un espécimen solitario sin encontrar otro de su tipo.
Aún con esta idea tan preciosa, temo hemos condenado al amor a la agonía. Sea con la promesa propia o aquella a la amada, ambas posibilidades nos limitan. Han atado al amor a un árbol para que no pueda correr libremente. ¡El peor destino de todos! Y, sobre todo, deshonesto. Esa fuerza sobrehumana que es el amor verdadero jamás podrá detenerse con limites autoimpuestos. Ha de venir a su paso; haciendo estragos si así lo queremos.
Lo peor es que creemos que restringir el amor es el mejor regalo a aquel que ha pasado. Marcarnos de por vida para que el recuerdo se plague de deseo. Si el premio es la restricción, entonces amar ha de ser el destino más desgraciado. Con uno solo basta; lo que sigue son relaciones desastrosas. Siempre en escalas distintas al amor primerizo, prometiendo que en ello habrán de encontrar alegría.
¡Qué horror este destino! ¡Qué desgracia que lo pensemos! Si existe un tributo a la amada que desaparece, ese será volver de entre las cenizas. No en fe ilusa de un cariño renacido; solamente como métrica de la belleza. Pues no es que uno deje de amar como ha amado. ¡Todo lo contrario! Solo amamos de esa manera. El amor verdadero se vuelve una regla con que comparar lo que se venga. Si fue sincero—si realmente ha sido cariño—es iluso querer desterrarlo. Como si la amada quisiera condenarnos a la desgracia. Lo mejor que puede pasarnos es amar de nuevo; de la misma forma y con el mismo cariño.
Así que hoy digo, tras tanto pensar: «como te he amado, solo así quiero amar». Solo quiero amar de esta manera; que las mariposas tomen control de mi estomago otra vez. Quiero que se repita; ¡quiero superarlo! Desdeño la posibilidad de amar a otro modo. Pues ha sido tanto lo que me has dado y tanto lo que he sentido. Espero poder tenerlo de nuevo. No sé si sea contigo, pero será contigo en mente. Solamente así sabré que fue amor verdadero. Sabiendo que, en mi vida, no quiero otro que no sea el tuyo.
J. L. Sabau estudia Ciencias Políticas y Economía en Stanford, aunque su mayor pasión es la literatura y la escritura. Fuera del aula tradicional, puede encontrársele devorando cuantas obras literarias como le sea posible. Entre lo poco que ha leído, su libro favorito es Cien Años de Soledad.