«Luego le pidió a Úrsula un espejo, y por primera vez en más de cuarenta años vio su rostro devastado por la edad y el martirio, y se sorprendió de cuánto se parecía a la imagen mental que tenía de si misma».
-Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad
Me es difícil entender cuando ese que soy se vuelve en aquel que fui. El tiempo pasa lentamente; con él se altera un pedazo de mi vida. Va cambiando; creciendo. Como el óxido en una estatua, se pierden los gestos sutiles que el artista soñó en su momento. Llega el peatón y admira un rostro distinto. Ya no es el mismo que rebelaron en la inauguración; el monumento parece un tirano en lugar de un libertador. Lo han limpiado, usando tantos químicos como es posible. Solo logran reducir el sarro a costas de perder sus rasgos. Cada intento nos aleja más del pasado; sin advertirlo, borramos el presente. Es en verdad simple: vivir en el ayer destroza los frutos del hoy. Me temo que, viajando por los años, el retorno es imposible. Ese monumento ahora es otro. La placa, una vez dorada y prístina, es ahora marrón, con letras degradadas. La vida ha cambiado…
Y aún con todo eso—aún con la fuerza de la erosión—no existe proceso más dichoso que el cambio en su crueldad.
Siendo honesto, no suelo darme cuenta hasta que es muy tarde. Me veo en el espejo saliendo de la ducha matutina para apreciar el mismo rostro de ayer. A veces la barba está más tupida, el pelo un tanto más salvaje. Pero entre los estilos de artistas varios, aprecio una misma pintura. Luego pasan meses, años inclusive. Surge de entre el recuerdo la imagen olvidada de un rostro distante. Me veo en el reflejo; brevemente me desconozco. Contemplo mis ojos como si fueran de un extraño hasta encontrar el hilo que me conecta con el ayer. Entonces solo suspiro: «Carajo, como pasa el tiempo». Me veo unos segundos; parpadeo. Todo continua y solo admiro el cambio de este cuerpo cada vez más viejo.
Así ha de pasarle a todos; aunque ya nada tengo cierto. Batallo por reconciliar esos miles de seres que he sido en días pasados con el ente singular que soy al escribir. ¿Qué les debo? (si es que les debo cosa alguna) ¿Qué me enseñan? (si es que eso hacen siquiera). Los veo eternos, mas unidos por una línea indescriptible. Un patrón perceptible en los escasos «Carajos» que me nacen súbitamente entre vapores matutinos. En su mayor parte, es una fuerza latente. Eternas transformaciones que poco dan y tanto quitan. Creamos esta ilusión del «ser» al reunir sus partes dispersas. Al enfocarnos en una medida arbitraria de tiempo—dígase días, meses, años—lo llamamos «vida». Es un espejismo del presente por entender el fenómeno del movimiento. Todo esto sin meternos al futuro donde solo hay proyecciones y el pasado sigue hablando.
Entonces, ¿qué es el cambio? ¿Es el proceso de evolución que nos lleva de ser una célula a millones? Lo dudo. La ciencia será preciosa, pero poco hace por explicar lo que sentimos. Nos describe las sensaciones, eso es seguro. Nada importa al final del día. Los átomos seguirán vibrando y un humano llorará en cama al no entender la inocencia perdida de este mundo. Habrá un ciclo químico en nuestros cerebros que jamás logrará capturar el desgarrado sentimiento de un amor no correspondido. Eso mismo con el cambio; podrá ser que la materia no se cree ni se destruya, meramente se transforme. Pero el flujo de átomos de un estado físico a otro no ayuda a comprender como ese bebe llorón se ha vuelto en un adulto barbón y enamoradizo. ¿Qué hacer cuando la descripción no basta? ¿Qué hacer con el problema del cambio?
Es quizá algo sencillo. Podemos caer en los lenguajes de la emoción abandonando la esperanza de lo preciso. Puede que cambiar sea meramente una sensación de continuidad. Un espectro de sincronía a través de los años diciendo: eso que fue es también aquello que es. Por eso al ver fotografías de la infancia nos reconocemos—ese verbo tan curioso—. Apreciamos aquellos que fuimos desde el momento presente en que somos. Comprendemos que las cosas se han ido transformando y, por mera ley temporal, nosotros cambiamos con ellas.
Aún con eso, me es difícil entender que el proceso ocurre constantemente. Es solo en esos momentos esporádicos que me percato de su paso. Una verdad latente que todos reconocemos: la vida sigue y nosotros crecemos a su lado. Eso no quita que te pegue. Como el calentamiento del globo que todos reconocemos, mas ignoramos hasta que llegue una inundación; como los diluvios y huracanes que evitamos hasta que sea temporada. Lo mismo con el cambio. Pasa sin duda alguna, pero eso—nos mentimos—, no implica que nos pase a nosotros. Luego llega un amigo al que vemos envejecido, reconocemos el cambio en su rostro y nos preguntamos si lo mismo ha pasado con el propio. O peor, los momentos creados para admirar este proceso. Las graduaciones; los cumpleaños. Toda festividad que recuerde el paso del tiempo. Nos llegan como golpes certeros y precisan toda nuestra atención. Los apreciamos; lloramos inclusive. Reconocemos lo mucho que cambian las cosas entre lágrimas de nostalgia.
Cambio, cambio, cambio. Parezco un repetir incesante. No dejo de decir la palabra sin llegar jamás a su secreto. Me la paso circunvalando; pensando en su deber. Lo único que logro es un eterno reconocer. Apreciar que nos pasa; saber que es certera. Obsesionarme perpetuamente con su naturaleza incierta. ¿Que si digo mucha la palabra? ¿Que no llego a lado alguno? Ambas cosas son ciertas; es el problema de encontrar un acertijo sin solución. Enfrentarse a un abismo que te pide brincar para hallar un tesoro sin tener paracaídas alguno. Si pudiera llegar a tu cúspide; si pudiera evitar tus riscos. Tan solo por un minuto reconocer el pasado de la mano del presente y entender los eternos cambios que aquí me llevan. Tan solo; tan solo…
Pobres personas que fui; espero sonrían un poco con este que soy. Algunas han sido traicionadas. De otras tantas respeté la opinión. En cada caso, me temo el problema sigue siendo el mismo. Sin poder entenderlo, las cosas han cambiado. He de acostumbrarme a su nuevo fluir. Un cambio de marea repentino que poco notas hasta llegar a costas ajenas; un viento norteño que derrota a la fuerza austral. Cambio; cambio… cambio. No hago más que cambiar. Lo hago en cada respiro y con cada golpe de mis dedos al teclado. Al terminar, resulta un nuevo ensayo. Un texto distinto a todos los que inicié. De alguna manera, publicados en un solo volumen, fingimos que existe tal cosa como un «autor». Nos vendemos el mito de la consistencia. Mas al haber pasado tan solo un año, me temo ya no reconozco al que escribió la primera oración de estos escritos, así como el año entrante le seré ajeno al que las siga escribiendo. Nos une un compromiso semanal y en ese fenómeno habita el terrible poder del cambio.
Al final, me temo que no podré crear una definición. Solo he dado vueltas sin cesar. Quizá sea el único de mis textos que merezca el título de «ensayo», al observar tanto como puedo aquello imposible de descifrar. Es una derrota; un fracaso ancestral. Ni el mejor de los filosos lo hubiera logrado superar. Así que sigo escribiendo. Sé que el que inició estas páginas no es el mismo que las acaba. Pero de una forma u otra; algo nos une. Hay algo que me mantiene tecleando y crea una consistencia entre oraciones. Unos lo llamarán estilo; otros le dirán organización. Para mí es más sencillo. Es esa dificultad primera de reconciliar ese que soy con aquel que fui. Es el saber que la unión existe sin jamás poderla probar.
J. L. Sabau estudia Ciencias Políticas y Economía en Stanford, aunque su mayor pasión es la literatura y la escritura. Fuera del aula tradicional, puede encontrársele devorando cuantas obras literarias como le sea posible. Entre lo poco que ha leído, su libro favorito es Cien Años de Soledad.