«Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro»
-Jorge Luis Borges, Borges y yo
Supongo que debo una disculpa—por lo menos una explicación—para esta ausencia mía, de apariencia infundada. No fue que abandonase la escritura. Es difícil dejar en el olvido a algo que tanto quiero. Ocurrió, en realidad, todo lo contrario. Los meses de este año—tan rápido en su pasar—fueron de los más fructíferos en mi obra tan escasa. Les siguió, a su vez, un otoño de reflexión y nuevos intentos. No me atrevo a postularme como escritor fructífero—sería una arrogancia intolerable—. Mas, ese pequeño riachuelo de prosa que vengo cuidando desde hace tiempo llegó a hacerse un río diminuto. A veces, se formaron lagunas de verso. En otras, falsos indicios de proyectos mayores. Novelas mejor dejadas en la teoría que en la existencia; un intento de cuento que poco deja. Las letras, sin embargo, seguían fluyendo hasta el cansancio. A costo mío, muchas veces, como quizá será más claro en unos instantes.
Tenemos, entonces, la primera confesión. No es que dejase de escribir; he seguido con el arte. Es un dilema sencillo, conocido por generaciones de escritores. Al nacerme esta marea paulatina de textos, pocos llegaron a costas de esta revista. Encontraron nuevas playas que azotar; navegaron a rumbos desconocidos. Augurios y Pesares, para desgracia mía, dejó de ser mi destino, aunque, en la distancia, recordaba siempre la temporada de escritura que ahí tuve. Los ensayos de antaño—y escasos poemas—sobrevivieron en esta isla de recuerdos. Como todas las letras, son generosas. Esperan radiantes a una nueva generación de lectores. Muchas veces—quizá las únicas, pues nuestros esfuerzos encuentran poca simpatía—el lector fui yo mismo. Regresaba a mis ensayos con añoranza. Reí con mi infantil esperanza de revolucionar las letras; admiré las escasas veces en que creo habernos empujado en el sendero correcto. Pero, en admirar, rara vez habita el hacer. El jardín de estas tierras sufrió las consecuencias de mi estancamiento. Sin nuevas columnas, quedó congelado en la belleza del pretérito.
Podría, en parte, justificar mi distancia con el último ensayo que publiqué en estas páginas. Ese titulado El Mito de Ícaro que, junto a La Cartografía del Cariño, es la obra auperiana—como bautizamos a nuestros autores—que más he admirado. Usualmente, no influye en mí lo que comenta la gente de mi escribir; estos ensayos son, a final de cuentas, intentos de entenderme y al mundo en que habito. El Mito, sin embargo, es la excepción. En comentarios escasos, encuentro motivos de alegría; también de pesar. Cada tantos días, alguien la descubre y me hace llegar, con gran estima, una oración o dos de sus párrafos. No puedo evitar sonreír con sus gestos, en parte de gratitud y, a su vez, por cinismo. Pues esas páginas que tanto admiro vinieron con un gran precio. Uno que, en su mayor parte, sigue oculto para el público en general.
No quiero divagar en cuestiones biográficas. Los que las conocen, saben como influyeron en su creación. Si algún día merezco esa atención general, ya habrá el historiador que lo hará. Mas tampoco puedo dejar a un lado El Mito de una vez por todas. Es justo de él que quiero hablar. Esa segunda apología que marca la pauta para mi retorno a las columnas. Pasa que, esas páginas que hoy tanto admiro, fueron motivo de desvelos. Que ese ensayo, hoy archivado en el pasado, consumió mi vida a un grado que no hubiese imaginado. Me costó escribir El Mito y es por ello, que he tomado tanto en regresar a estas columnas hace tanto engendradas con amor y hace tan poco productos de pesar.
Suele decirse que los escritores se encuentran con muros creativos. Tras escribir obras de cierta magnitud, se quedan sin ideas. A eso le han puesto los angloparlantes el término de «writer’s block» y no dudo que, para muchos, sea verdad. En mi caso, es todo lo contrario—y especulo, para muchos escritores, será igual—. Nunca han faltado ideas para Augurios y Pesares. En mi mente habrán, por lo menos, unas cuarenta ideas de columnas por escribir. Cada día encuentro tres o cuatro más y archivo una o dos ahora anticuadas. Algunos son meros bosquejos de temas que me interesan; la mayoría ya vienen con una estructura pensada para su orden. Esos ensayos viven en mí. Esperan, meramente, la excusa para salir.
¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué las mantengo encuarteladas? Es ahí que El Mito explica mi sentir. Cuando terminé ese ensayo, entendí realmente la labor de un escritor. Al poner ese último punto, al editar sus palabras, sentí una descarga de mi ser en la escritura que se llevó consigo, un pedazo de mi alma. Para entender un tema que me interesaba—los extremos y la intensidad—tuve que enfrentarme a mis demonios. En un lapso de tres días, la idea de El Mito plagó mi pensar. Terminé con un ensayo que me causa orgullo, pero, para obtenerlo, ¡cuánto tuve que llorar! La escritura es un impuesto sobre la estabilidad. Para llegar a un texto de gran calibre, son muchos los pesares que habrá de pasar. Ahora, tras El Mito, entiendo el precio a pagar. Sé que puedo hacerlo cuando quiera. Solo que tengo cuidado ante los momentos en que lo he de pasar.
No escribo, entonces, porque no pueda. Escribí en otros sitios y son muchos los temas que, en Augurios y Pesares, quería tratar. Inclusive, me temo, ha sido el tiempo en que más escritura mía se ha llegado a publicar. Pero no del calibre con que trataba mi columna en este sitio; no con el interés, tan profundo, por entender la humanidad. Pasa, simplemente, que escribir se lleva una parte de mi alma. Para volver a entregarla, tuve que dejarla crecer. La escritura no puede ser un mero ejercicio; ha de ser una exploración perpetua del ser. Cuando el ser no está completo, no podrá entregarse al arte. Y en estos meses, me vi indispuesto a sacrificar lo necesario para lograr mi cometido.
Ahora, con el pasado siéndome distante y las ganas de escribir eternas, regreso a mi amado Augurios y Pesares. Sé bien lo que he de pagar por mis intentos. A ellos, solo les digo, ¡vengan a cobrarme!