El mito de ÍcaroEl mito de ÍcaroJ. L. SabauJ. L. Sabau
En la conciencia popular, Ícaro murió por despistado y altanero. No fue acción divina lo que condenó al griego; fue una elección que hoy llamamos accidentada...
En la conciencia popular, Ícaro murió por despistado y altanero. No fue acción divina lo que condenó al griego; fue una elección que hoy llamamos accidentada...
Créditos de Imagen: Alejandro Armida Cortés (Instagram: @aac.studios)
Créditos de Imagen: Alejandro Armida Cortés (Instagram: @aac.studios)
17/7/24

«…y los que el éter coger podían creyó que eran dioses.»

-Ovidio, Metamorfosis VIII

En la conciencia popular, Ícaro murió por despistado y altanero. No fue acción divina lo que condenó al griego; fue una elección que hoy llamamos accidentada. En las versiones del mito que sobreviven, jamás aparece Helios para castigar al joven bribón con sus rayos cálidos. Tampoco oímos de Poseidón usando los mares para remediar una injusticia. Pasa, sencillamente, que Ícaro cayó. Murió estrellándose contra el mar por volar muy cerca del sol.

Como suele pasar, el mito está plagado de malentendidos. Por tanto tiempo nos ha hecho pensar en Ícaro como un mártir sinrazón cuando es un héroe contemporáneo. Solo en su descenso encontraremos la felicidad tan pura que la vida nos ha privado. Cuando sus alas se derriten y la gravedad lo va jalando, es más valiente que Hércules peleando contra la Hidra y más humano que todos nosotros combinados. Pero, con el tiempo, lo hemos ido olvidando.

Ignoramos, por ejemplo, que Ícaro aparece como personaje secundario. Antes suyo, fue su padre. Antes de Ícaro, fue Dédalo. Si seguimos la historia de Ovidio, lo trajo Minos a Creta para encerrar al minotauro en un laberinto indescifrable.[1] Tan bien hace sus labores, que logra escapar a duras penas de su propia invención.[2] En aquel entonces, Ícaro habrá sido un niño—al menos un joven de escasos años—. Los recuerdos de su patria distante se habrán desvanecido con las tardes lozanas pasadas en costas de Creta. En la versión de Apolodoro, Ícaro inclusive ha nacido ya en estas tierras, hijo del inventor con Náucrate—una esclava de Minos—.[3] Concuerdan en la niñez como característica primeriza.

Acto seguido, difieren las fuentes antiguas hacia un mismo destino. En Ovidio, es mera melancolía que mueve a Dédalo hacia la acción.[4] Para Higinio, es el escapar de un castigo. Al llegar Dédalo a Creta, desterrado de Atenas, encuentra a la esposa de Minos, Pasífae, atormentada por la diosa Venus.[5] Al haber descuidado sus sacrificios, la han castigado con un deseo incontrolable por aparearse con un toro. Apolodoro es más detallado: el mismo animal fue un regalo de Poseidón a Minos para su eventual sacrificio. Cuando el monarca es cegado por el poder y agrega la bestia a sus establos, Poseidón lo castiga al llenar a su esposa con impulsos a la bestialidad.[6] En ambas versiones, Dédalo ayuda a Pasífae a cumplir su condena; construye una vaca de madera para engañar al toro; del adulterio nace el minotauro que inició este cuento. Al enterarse Minos de la artimaña, encierra al inventor junto a su hijo. Para Higinio, en prisión; para Apolodoro, en su mismo laberinto. Solo Ovidio lo pinta cabizbajo queriendo regresar a su Atenas distante.

Sea cual sea el motivo, Dédalo decide huir de Creta; recobrar la libertad que ha perdido. Poniendo manos a la obra, confecciona cuatro alas de plumas y cera que le han de entregar los cielos al habérsele prohibido los mares y las tierras. En esto no hay nada de griego o mítico. Su invención se asemeja a los bosquejos de Da Vinci o la imaginación de todo niño queriendo dominar las alturas. Graves difiere, diciendo que en otras fuentes fue un regalo de Pasífae en forma de barco el que permite a Dédalo cumplir su sueño de fuga.[7] Poco importa; sigue sin ser regalo celestial. Hemos dejado atrás los afanes de dioses para adentrarnos en historias humanas. Se vislumbra la fortaleza de esta historia: más que testamento de la antigua Grecia, se vuelve un cuento de nuestra especie entera.

Solo entonces surge nuestro héroe ignorado. Ícaro aparece con la ceguera juvenil que le hemos ido agregando con los años. En el taller de su padre—o la celda en que los resguardan—, juega ilusamente sin saber su destino. Como todos nosotros, disfruta la primavera de su infancia sin percatarse del adverso invierno de adultez que se avecina. En esta Creta que no es suya, la ilusión de juego le da aires de inocencia. De aquí, los tres clásicos concuerdan; nosotros somos el problema al imponer nuestra perspectiva. Higinio ignora los detalles, pero la historia sigue concordando.

Sabiendo que su hijo aún era iluso, Dédalo le advierte que el volar viene con tantos riesgos. Hacerlo muy alto y el sol derretirá la cera que les otorga hermandad con los pájaros. Muy bajo y el golpetear de olas hará lo mismo con humedad.[8] Existe un punto medio perfecto; la balanza entre extremos—virtud de Aristóteles—. Viendo a su hijo con extrema seriedad, le implora que respete el equilibrio para llegar a la tierra prometida.

Ícaro, por supuesto, ignora a su padre. De no hacerlo, el cuento sería insensato y mi ensayo incoherente. Cegado por los brillos del sol, se le acerca hasta encontrar su destino fatídico. Ha de sentir como diminutos ríos de cera van quemando su espalda; alrededor, las plumas cayendo en espirales lentas hacia el agua. Desesperado, Ícaro sigue aleteando sin parar. Cada vez, sus brazadas logran menos. Al perder su estructura, mira al astro frente a frente como ninguno otro a logrado. Sus intentos son inútiles; la superficie demanda su cuerpo. Desplomándose en línea recta, moviéndose para recuperar el vuelo, no hace más que gritar por su padre. «¡Dédalo!»; el aire carga su terrible miedo.

Mas ¿quién dijo que Ícaro muere en la miseria? ¿Basta con un grito para leer arrepentimiento? Sus últimas palabras—únicas que expresa en toda versión—se han vuelto código universal para un hombre arrepentido al no seguir consejos. Lo hemos hecho símbolo eterno de la mesura. «¡No seas como Ícaro!», nos han dicho tantas veces, «valora el vuelo antes que el sol te queme». Que terrible mentira nos hemos contado… ¿Realmente podemos creer que Ícaro se ha arrepentido? ¿Es sensato pensarlo en desdicha mientras cae a su muerte?

Cuando Ícaro vuela, sabe los riesgos que se le vienen. Su padre los deja en claro séase el cuento de Ovidio o aquel de Apolodoro. Aún así, saliendo de Creta, ignora las costas al ver el sol tan cálido sobre el firmamento. En ese instante, nada importa. Ícaro ha encontrado la dicha verdadera. El sol lo es todo; en alcanzarlo se da sentido a la vida. El que no simpatice con el sentimiento, temo no ha vivido aún. Sus emociones se han restringido a los reinos de la mesura. Los ideales quedan lejos de realidad. Intercambiamos la posible dicha eterna por la paz medida de un vuelo placentero. Esos que desprecian a Ícaro; prefieren ser Dédalo

Nuestro héroe descubre la única salida al laberinto de nuestras emociones. El deseo es la salida; la realidad yace a sus espaldas. Ensimismado, le dirán unos; cautivado suena más prudente. Dejando a su padre en los cielos, ignorando por completo la razón, mueve cada vez más rápido sus brazos como alas para tocar el sol. Son tantos los nombres que atribuimos a dicho estado. Es el amor verdadero; eso que llaman pasión. Aunque bien los conocemos, en este mito los hemos ignorado. Esa fuerza que mueve a Ícaro es la misma que aparece en nuestra especie una y otra vez.

Cuando encuentra su fin—cuando el sol lo derrota—sus llantos no son de clemencia o arrepentimiento. Pide ayuda a su padre, el inventor de las alas. El único que podría restaurar su vuelo. Hace todo lo que pueda; todo por regresar al sendero del astro distante. Al caer, sus llantos no son de error; son de deseo. No hay indicios de cambio. Si en ese instante llegase Dédalo con su ingenio, o un Dios lo salvase, el joven brincaría de nuevo a los cielos para tocar el astro tan distante. Lo haría todo de nuevo; fue tanta su obsesión. Solo en Ícaro encontramos las emociones verdaderas. Solo en su caída entendemos las dichas envueltas en pesares.

Así que, entre las aguas, hemos de pensar que Ícaro llora con las fuerzas postreras de su ser. Las lágrimas se van agregando con las olas del Mediterráneo que lo quieren proteger. Arriba, ve con sus últimos momentos el sol deformado por la superficie oceánica. Piensa en la dicha de haber subido; llora de no haberlo logrado. Ha llegado al punto máximo del sentimiento, donde las lágrimas de tristeza expresan la felicidad eterna. Esa de encontrar las emociones más grandes en esta vida aún si han de ser nuestra perdición. Pues será precioso volar como Dédalo, pero solo Ícaro conoce la vida en su máxima expresión.

El mar donde yace lo han bautizado como Icario.[9] Entre sus mareas, Dédalo encuentra a su hijo muerto entre plumas que flotan y cera que hace formas sobre el agua. Lo lleva consigo a tierra para enterrarlo. En algún lugar de esas costas, se encuentra aquel cuerpo desgarrado. Aquel del primer hombre que dio todo por la emoción. Ese que ha logrado tanto y como mártir lo hemos canonizado.

Quizá ese entierro sea una metáfora, aunque temo ya he leído de más. Se fue de Creta para llegar a otra costa; desde sus playas sueña con volver a volar. Un Ícaro ha muerto en la ilusión eterna. Puede sobrevivirle otro que deambule en tierra. Somos muchos; tenemos tantas vidas. Unos, tras la caída primeriza, vuelan eternamente en el medio de Dédalo. Otros repetirán sus errores; volando al sol y acercándosele cada vez. Es la única forma en que encontramos un ciclo eterno. Ya sea que volemos para caer o muramos de viejos en el centro. Ícaros que tanto sueñan; Dédalos que viajan lejos.

Hoy, Ícaro, te canto con empatía al mostrarnos que la felicidad es hermana de la desdicha. Eres más humano que Sísifo con su piedra reconociendo lo absurdo. Nos recuerdas el riesgo de los extremos, pero también la paz ilusa que vive en el centro. Tanto tiempo te pensamos arrepentido; ahora quiero te veamos como fuiste. Un iluso, eso es cierto. Pero un iluso que llegó a la cúspide de la experiencia humana. Sin castigos de dioses ni maldiciones ancestrales. Pasa, solamente, que has caído como tantos de nosotros hemos sufrido. Así que, en esas aguas que sirven de tumba, donde vez los últimos rayos del sol y piensas en la dicha de habértele acercado, solo ahí, Ícaro hermano, te imagino contento. El resto de tu mito es la verdadera ilusión.

Referencias:

[1] Ovidio. Metamorfosis. 8:159-161

[2] Ibid. 8:166-168

[3] Apolodoro, Biblioteca. Epítome 12

[4] Ovidio. Metamorfosis. 8:183-187

[5] Higinio, Fábulas. XL

[6] Apolodoro Biblioteca. III

[7] Robert Graves. The Greek Myths. Daedalus and Talos (e).

[8] Ovidio 8:203-2208; Apolodoro Epítome 12

[9] Higinio, Fábulas. XL

Sobre el autor
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J. L. Sabau estudia Ciencias Políticas y Economía en Stanford, aunque su mayor pasión es la literatura y la escritura. Fuera del aula tradicional, puede encontrársele devorando cuantas obras literarias como le sea posible. Entre lo poco que ha leído, su libro favorito es Cien Años de Soledad.

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